domingo, 31 de marzo de 2013

Amor de sal y arena



El sol era apenas una insinuación sobre el mar cuando Anselmo abrió los ojos. Un nuevo día despuntaba y el “hacedor de redes”, como lo nombraban todos en aquel pueblito costero, preparó el desayuno para él y para su pequeño hijo Matías. 


Desde que su madre había muerto, la solitaria vida de Matías parecía recluida en aquella cabaña a orillas del mar, solo la escuela matizaba la monotonía de los días junto a su padre.
A veces, cuando debían entregar las redes tejidas a los pesqueros que amarraban en San Clemente o en Lavalle, el muchacho abría los ojos desmesuradamente frente a tantas personas; en el verano la población aumentaba considerablemente y la marea humana era algo poco habitual para él.

Bastante lejos de ahí, en una ciudad del conurbano, la pequeña Carolina soñaba con ser una de las chicas de la novela juvenil que pasaban por las tardes en la tv, su familia tenía un  supermercado y tenía un pasar sin sobresaltos, en el colegio se destacaba por su cabello rubio y por ser desenfadada y coqueta. Todos los varones en el aula la deseaban en secreto, pero ninguno se atrevía a decírselo.

La vida de ambos niños era tan distante como la Luna, sin embargo tenía algo en común. Precisamente la Luna. Pasaban horas (cada uno en su lugar) admirándola, Matías se instalaba temprano en la playa para verla salir desde el mar y Carolina subía a la terraza del supermercado para poder verla nacer entre las casas de tejas rojas de su barrio.



Una tarde de Octubre, el padre de Carolina la llamó sonriente a ella y a sus hermanos: había comprado una casa en la costa y aquel verano lo pasarían allí.
A Carolina no le gustaba demasiado el mar, de pequeña se había asustado al entrar al agua y un temor quizá irracional le impedía disfrutarlo como sus hermanos. Le gustaba la montaña. Con su abuela Irma había conocido Córdoba hacía un año y había decidido que la montaña sería su lugar en el mundo, máxime cuando la heroína de su novela favorita vivía, precisamente, en una montaña.
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Los primeros día de enero llegaron a un incipiente pueblo costero que por entonces era mas una esperanza que una realidad. Cariló solo se veía como una explosión de arboles jóvenes, dunas y soledad. Solo su proximidad con Pinamar le daba hálitos de crecimiento. La casa de la familia de Carolina era un bonito y pequeño chalet donde todos se acomodaron rápidamente y disfrutaron del sol y el mar. No lejos de allí, pero en medio de las dunas y retirado del pueblo que crecía, se encontraba la casa de Matías.
Anselmo, como todos los pobladores nativos en temporada, colaboraba con su economía doméstica vendiendo artesanías que elaboraba con los restos de las redes que tejía, con maderos y otros objetos que el mar dejaba en su playa. Matías también era un artista nato y sus adornos eran los mas buscados por las personas que visitaban las playas en el verano.
Justamente en una de las entregas que regularmente hacía con su padre hasta Cariló fue que conoció a Carolina.
Lo primero que le llamó la atención de ella fue su pelo, dorado como el sol de verano y tan liso como los sedales que su padre tejía todos los días. Los ojos de la niña eran algo que nunca había visto antes, de un color celeste pálido como el cielo de la mañana. Sin transición alguna, Matías se enamoró por primera vez. 


Para Carolina él tampoco había pasado desapercibido, el chico era mas alto que los de su edad, también rubio, pero con una tonalidad un poco mas rojiza, tenía la cara asaltada de pecas, algo que a Carolina le causó gracia.
Por un instante el mundo pareció detenerse y Carolina sintió algo que jamas había sentido. Sin transición se enamoró por primera vez.
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Aquel verano fue único para ambos. La familia de Carolina tomaba con gracia el enamoramiento de su hija y llevaban al muchacho, con el permiso de Anselmo, a todas las salidas. Pero el tiempo implacable corría y marzo llegó, y con él, el tiempo de volver a la ciudad. Carolina y Matías descubrieron el último día de aquel verano aquello que ambos amaban; la Luna... y fue ella la que los unió todo ese invierno y primavera, ambos solían sentarse en silencio a mirarla y en ella encontraban el rostro que amaban. También se escribían a menudo, y volcaban en esas cartas encendidas de amor puro e infantil todo el despertar a la vida que sus cuerpos les marcaban.
Fue un largo invierno... pero finalmente el tiempo de las vacaciones llegó y con él el reencuentro. Carolina había crecido y su cuerpo ya insinuaba las curvas que pronto luciría, Matías también se había estirado a lo alto y la vida de trabajo junto a su padre ya le marcaba los músculos, los que junto a su tostado permanente por vivir junto al mar le daba un aspecto distinto de los chicos que frecuentaban a Carolina.
Casi como un calco de aquel primer verano, repitieron las salidas y paseos juntos... pero con un agregado: el primer beso. 


Aquellos chicos, como todos, se habían besado con otros en juegos y prendas; pero éste era el primer beso de amor, puro e intenso que hubiesen experimentado y que los marcó a fuego para siempre.
Repitieron los besos, pero ninguno fue como aquel. El amor inaugural de ambos iba madurando y los conducía inexorablemente a aquella otra iniciación que ambos deseaban sin atreverse a consumar.


Este otro verano también terminó, y con la llegada del otoño el ardor por el amor ausente les abrasó el alma con un fuego doloroso y permanente. En el tiempo de los enamorados aquel invierno fue terriblemente largo... sin embargo Enero volvió y con él, un nuevo reencuentro.
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Carolina ya tenía un cuerpo de mujer definitivo y rotundo, las curvas, antes insinuadas, hoy representaban una certeza imponente, que la bikini amarilla destacaba con el cobrizo color de su piel. No había hombre que no se diera vuelta a verla (y desearla) y le llovían propuestas de todo tipo; pero ahí estaba Matías, con su metro ochenta y cinco y sus músculos forjados como rocas por el trabajo diario, con su padre estaban construyendo un mirador vidriado sobre la casa, que funcionaría como lugar de trabajo para el tejido de las redes de pesca, de las cuales también Matías era diestro hacedor, y como Anselmo ya sumaba muchas décadas, era su hijo el que cargaba con los mayores esfuerzos de la construcción, los que lo premiaban con el modelado de un cuerpo esbelto y perfecto, que el continuo sol marítimo no hacía sino resaltar aún mas.
Repitieron todos los ritos de los últimos años y se disfrutaron mutuamente como solo lo pueden hacer aquellos que se aman con la intensidad y pureza únicas que les da el amor iniciático.
En un crepúsculo de principios de febrero, y bajo el nacimiento de una de las lunas mas imponentes que hubieran visto, se entregaron a la ultima iniciación que les faltaba, hicieron el amor de la manera mas sublime que dos cuerpos perfectos pudieran lograr.
Como con aquel primer beso; los contactos se repitieron casi a diario, pero nunca alcanzaron la plenitud de aquel primero y único.
Hicieron planes. Carolina destacaba como deportista de un equipo de hockey y quería ser sicóloga. Matías se había inscripto en la escuela de arte y quería ser profesor.
Con los cuerpos entrelazados soñaban una vida juntos, hijos incluidos y todo parecía conducirlos definitivamente a ello.
Marzo llegó y con él  una nueva despedida, mucho mas dolorosa que las precedentes, y mas imposible de sobrellevar.
Ese invierno Matías viajó dos veces a la ciudad de Carolina y conoció su casa, su barrio y sus amigos. Las amigas de Carolina no podían creer que existiese alguien como su novio, y se disputaban su cercanía, algo que era inaudito para ella.
Con el crudo frío del invierno Anselmo enfermó y su hijo debió hacerse cargo  de la producción de redes, las que tejía con pericia en el mirador de la casa, desde el cual podía ver el paisaje a 360° y ver nacer la Luna, que le recordaba a la mujer que amaba.


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El siguiente verano algo cambió. La familia de Carolina había hecho grandes negocios y su situación económica había cambiado de forma radical. No pasarían sus vacaciones en Cariló. Lo harían en Miami.
Matías estaba desolado, sin embargo una llamada de Carolina le devolvió la alegría. Pasaría una semana con ella en su ciudad antes del viaje.
Los padres de ella tenían una nueva casa en un barrio elegante y las actividades de su novia habían cambiado mucho; Carolina ahora estaba embriagada de nuevos lujos y nuevos amigos. Matías no se sentía a gusto en este nuevo entorno pero no decía nada.
Cierta tarde estaban tomando algo en un lujoso local del centro y Carolina notó como un grupo comentaba por lo bajo lo barato de las zapatillas que calzaba Matías. Él, ajeno a esto, solo acariciaba las manos de su novia. Algo pareció quebrarse dentro de ella y un velo nuevo en su mirada ya no la abandonaría.
Un mes después, las comunicaciones entre ambos se fueron espaciando hasta casi desaparecer. Matías no entendía el por que de aquel cambio y solo sufría en silencio. Solo en su taller, anudando redes.

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Los dos veranos siguientes, nadie ocupó la casa de Cariló, y Matías ya no supo nada de Carolina. Al tercer año la vio en un mercado en compañía de un hombre. Ella lo reconoció y se acercó.
-          Hola Mati!... cómo estás? Te presento a Gonzalo, mi marido.
-          Hola, así que vos sos el famoso hacedor de redes?, Caro me habló mucho de vos, me dijo que fuiste su mejor amigo del verano...
Se inició una conversación que duró apenas unos minutos, en la cual Matías fue puesto en conocimiento que Gonzalo era hijo y heredero de un gran empresario;  que se habían casado hacía unos meses y que pensaban mudarse a San martín de los Andes.
Esa noche Matías estuvo hasta muy tarde en la madrugada tejiendo una red, mientras su padre, que estaba en cama muy enfermo, lo oía llorar en silencio...
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Loa años pasaron, Cariló se convirtió en el maravilloso lugar que es hoy, y la casa de Matías, que estaba entre las dunas y en las afueras, era frecuentada por los turistas que solían ver al solitario “hacedor de redes” en el mirador.
Matías había conocido varias mujeres pero con ninguna había logrado sentirse otra vez bien, por lo que decidió seguir solo. Combinaba su trabajo de las redes con unas cátedras de arte que dictaba en un colegio de San Clemente y con exposiciones de sus trabajos artísticos en pintura y escultura, los que eran admirados por toda la costa.
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Algunos años mas pasaron y un otoño vio las luces de la casa de Carolina encendidas, extrañado, pasó dos o tres veces mas hasta que la vio. Estaba sola en la casa.
De modo circunstancial se cruzaron por la calle principal. Ella lo reconoció inmediatamente.
-          Hola Mati!!! Cómo estás?... no sabés las ganas de verte que tenía!!!, casi me voy hasta tu casa ayer... que suerte que te encontré...
Juntos se sentaron en un café y charlaron hasta muy tarde, allí él le contó que su padre había muerto hacía dos inviernos, noticia que la entristeció.
También se enteró de las vicisitudes de la vida de ella. Gonzalo la engañaba con una modelo, por eso ella estaba esos días en Cariló; necesitaba alejarse para poder pensar, y había manejado un día y medio desde San Martín de los Andes para llegar ahí donde siempre había sido feliz; sus padres se habían separado y sus hermanos vivían ahora en los Estados Unidos.
También se enteró que no tenía hijos ya que a su esposo no le interesaban los chicos.
Mientras le contaba todas estas cosas, la mirada de Matías se detenía en su rostro, en su pelo... en su figura. Los años habían sido crueles con Carolina, sus pesares, el exceso de tratamientos de belleza y cirugías la habían transformado... si bien era aún una mujer deseable, no era quien él recordaba, pareciéndole en cambio una turista mas, de las que solían querer acostarse con él cuando los maridos salían a pescar tiburones (u otras mujeres). También el alcohol parecía haberla marcado, y mientras conversaban ella bebió en exceso, sin darse cuenta quizá, que él estaba observando aquello. Solo sus ojos eran los mismos y conservaban aquel diáfano celeste que recordara de cuando la vio por primera vez.
Mientras hacían el amor aquella noche volvieron a ser los niños que habían sido, volvieron a disfrutar de los juegos y los ritos que habían olvidado, y por un momento olvidaron sus pesares, sus presentes y viajaron, quizá bajo el influjo de la Luna que tanto amaban y que los veía en el interior del mirador, a aquel tiempo feliz en que solo eran ellos dos... e íntimamente creyeron que tal vez pudiera resolverse todo y que al final el destino les devolviera la alegría.
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La mañana siguiente Carolina decidió terminar con Gonzalo, y se dirigió al banco a sacar un dinero para comprar algunas cosas y quedarse en Cariló a vivir. Cuando quiso pasar la tarjeta, vio que tenía saldo insuficiente, probó con otra y otra... y otra. Gonzalo le había cortado el crédito. Matías le dijo que no se preocupase, que lo que él ganaba y tenía guardado les bastaría para vivir con tranquilidad allí.
Sin embargo Carolina fingió necesitar algo de la casa y en el auto llamó a Gonzalo.
Luego de una fenomenal discusión Carolina metió la valija en el auto y se fue a Mar del Plata, desde donde tomó un avión a Neuquén.
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Matías la esperó tres noches. En la Luna nueva se convenció que ya no la vería. Lloró en silencio una última vez por aquella mujer que siempre sería el amor de su vida. Supo también que ninguna otra podría ocupar su corazón como aquella lo había hecho. Pero también intuyó que quizá algún día, en algún momento ella entendería que el amor era mas importante que la vida que llevaba... incluso mas importante que ella misma.
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Los turistas que hacen caminatas fuera de Cariló en las tranquilas noches de enero suelen ver a un alto señor en el mirador de una solitaria casa perdida entre las dunas, que teje redes de pesca mientras mira la Luna. Y espera.
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Muy, muy lejos de ahí... en una mansión en la ladera de una montaña, una avejentada mujer de ojos celestes bebe un whisky con el que apura unas pastillas de ansiolíticos... mientras la Luna que entra por los amplios ventanales aguarda... aguarda que la mujer de vuelta su rostro hacia ella.