Dedicado a la memoria de Oscar López Godoy, a quien no olvidamos
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Son las siete.
El
despertador me reclama, como todas las mañanas. Me cuesta terriblemente
levantarme, me duele todo el cuerpo, y como es jueves, la perspectiva
del tratamiento al mediodía me hace aun mas difícil salir de la cama.
La
quimioterapia se me está haciendo insoportable, lo único que me hace ir
a la clínica es la pobre esperanza de una cura, la enfermedad
desafortunadamente estaba ya muy avanzada cuando la doctora me dió la
fecha de mi vencimiento.
Me
miro al espejo, mis ojos, antes altivos y soberbios hoy se reflejan
vencidos, lejanos... de repente creo reconocer aquella mirada, como si
ya la hubiera viso antes. Pero por mas que trato de recordar, no puedo
precisar cuando vi antes una mirada igual.
Al
salir de la clínica mi mujer trata de levantarme el ánimo, como
siempre. Vamos a un restaurante y pido mis platos favoritos, pero los
mareos me impiden tomar mas que un par de bocados. Trato de pensar en
algo, pero todas aquellas cosas que antes me importaban, los proyectos,
los planes de vida, incluso mi propia familia, hoy están en un arrabal
de mi alma.
La muerte, con su presencia acechante, no me deja pensar en otra cosa mas que en ella.
Conocer
la cercanía de mi propia muerte es algo en lo que nunca había pensado,
menos yo, que fuí toda la vida un cazador y convivía con la muerte de
los animales a los que les daba caza. Nunca renegué de mi condición de
cazador, tampoco ahora, cuando una enfermedad me está dando caza a mi.
Acepto esta pasión, como aceptan algunos hombres a la relación enfermiza
con una mujer que indefectiblemente los llevará a la ruina, y que sin
embargo no pueden dejar.
El
tratamiento es semanal, y luego de él renace la esperanza, que vuelve a
caer con los nuevos análisis. Me encamino hacia el final, de eso ya no
tengo duda.
Todos
sabemos que nacemos para morir, pero mientras la muerte nos espera en
los lugares mas insospechados, no pensamos mucho en ella, apenas lo
necesario para sentir la adrenalina de estar vivos, y las ambiciones,
planes, pasiones, y vivencias propias de la vida nos embriagan de tal
manera que adormecen aquel miedo ancestral que todos tenemos, como
herencia atávica de nuestro pasado animal...
Siempre
fuí un hombre exitoso, la vida me fué pródiga en logros materiales,
bellas mujeres, viajes, conocimientos y finalmente una gran familia para
cerrar la rueda de la vida como todo hombre siempre planea. Planté
árboles, tuve hijos y escribí libros; y sin embargo nada de ello amengua
la sensación de vacío que la cercanía del final me provoca. Veo ahora
todas aquellas cosas tan lejanas, tan ajenas como si le pertenecieran a
otra persona y no me hubieran pasado a mi; escucho a mis hijos hacer
planes sobre sus futuros donde me incluyen, y les sonrío amable, pero
seguro de no estar allí cuando se concreten.
Solo
el recuerdo de las mañanas por el campo, donde rifle en mano iba tras
la presa me distrae de la presencia oscura de la muerte. El olor del
rocío en la mañana y los aromas agrestes son algo que llena el alma del
cazador, quizá ese atavismo que casi todos los hombres tenemos, ya que
venimos de generaciones de cazadores, sea lo que nos impulsa, en una
época de frigoríficos y supermercados, a seguir yendo en pos de la
presa. Es algo que solo aquel que lo experimenta puede entender.
Ortega
y Gasset solía decir que no importaba cazar, sino estar cazando, y al
menos para mi así era. Caminar el campo, seguir la huella esquiva de la
presa, el rastro oculto, el detalle imperceptible que finalmente me
conducía al lance final, donde estabamos solo la presa y yo, en un duelo
que pareciera desigual, pero que se equilibraba con la astucia del
animal, su conocimiento de aquella naturaleza en la que ha nacido y sus
sentidos e instintos refinados, frente a mi inteligencia y mi fusil.
Muchas veces el animal vencía, y escapaba de su destino cinegético;
otras era yo el vencedor y coronaba el lance con mi respeto por la presa
y su aprovechamiento en una cena entre amigos, dando al animal un
destino si se quiere mas noble que el de una vaca o un pollo de
frigorífico, que halla su final sin entender la vida ni haber vivido la
naturaleza como su hermano salvaje.
Hoy
soy yo la presa, que intenta vanamente escapar de la muerte con
tratamientos y ciencia. Pero ni la inteligencia, ni mis sentidos ni mis
instintos me dan alguna chance. Solo esperarla, vencido, quizá en algun
hospital, o, si soy afortunado, en mi propia cama.
Así
que para hacer mas llevadero el tratamiento o para no pensar en el
dolor me pongo a recorrer en la memoria aquellos lances y trato de
elegir aquel que me hubiera marcado mas el alma.
Y de pronto descubro que el mas notable era un bravo toro pampa.
Hace
varios años un amigo, dueño de un campo perdido en el arenal pampeano
me pidió urgente socorro, sabedor de mi valía como rastreador y cazador.
Un toro pampeano de su hacienda, de repente había enloquecido,
lastimaba otros animales, no se acercaba a las vacas e inluso había
matado un caballo. No podían acercarse a él sin peligro y cada vez que
intentaran cercarlo el poderoso animal destruía alambrados y cercos por
igual. Finalmente había hecho su refugio en un monte espeso rodeado de
un fachinal y solo salía de allí para hacer estragos en los sembrados
cercanos o para pelear con otros toros.
Así
que una mañana de septiembre partí hacia La Pampa con mi fusil para
realizar una cacería que nunca antes había hecho, jamas habia rastreado
un animal doméstico y pensaba yo que sería casi como un crimen.
Que equivocado estaba.
Llegado
al campo e impuesto de la posible localización del animal, partí hacia
allí, con mis armas , mi cuchillo, una pequeña cantimplora y la brújula.
Encontrar el rasto no me dió ningún trabajo, ya que el animal no se
cuidaba de esconderse, seguro de su formidable poder y fuerza.
Lo
entreví en el monte y me sorprendió el tamaño y la potencia que se
adivinaba en aquella mole de músculos, que a nada temía en su hábitat,
donde era el amo de todo. Su masa muscular brillaba con un color
renegrido al sol y sus ojos denotaban un poder absoluto.
Inadvertidamente pisé una rama seca y de repente aquella mole de fuerza
me venteó, detectó mi olor, el del intruso que estaba en su territorio
desafiándolo, y se lanzó hacia mí como una locomotrora devastando todo a
su paso. Solo unos oportunos árboles y un pequeño cañadón evitó que me
diera alcance, y fué ese momento el único en mi vida donde sentí un
miedo igual al que ahora siento.
Al
día siguiente fuí mas cauto en el acercamiento y también él mas astuto
en sus movimientos, pero finalmente lo encontré en un pequeño claro.
Lo
tenía centrado en la mira del arma justo en el momento en que volvió a
detectarme y giró la cabeza hacia mi. El disparo le dió de lleno, pero
pareció no notarlo, le disparé dos veces mas, haciendo blanco en su
gigantesca mole justo antes que desapareciera en el monte.
Jamas
he permitido que un animal herido por mi sufriera, y este toro no sería
la excepción, asi que sin importarme que se acercaba la noche y lo
peligroso que es perseguir un animal herido de esas características, me
interné en el monte tras él, con un temor solo comparable con el que
siento ahora.
Ya creía que no lo hallaría cuando lo veo aparecer del otro lado de un claro en el monte a mi derecha.
Tenía la mirada vencida. Lejana.
No
me había visto, o fingía no verme, sabedor de lo que mi presencia
implicaba. Me dió una infinita pena verlo así, otrora tan altivo y
poderoso, tan seguro de si mismo, tan fuerte; ahora caminando vencido,
con la mirada ausente, sin ningún destino ya... sin embargo levantó su
cabeza mirando directamente hacia mi, y con un postrer e inaudito
esfuerzo, arremetió contra el hombre que venía a arrebatarle la vida.
Un
nuevo disparo lo tendió para siempre en aquella tierra arenosa que
seguramente había amado con vehemencia, y se lo llevó con el valor y la
determinación que habían signado su vida.
Con honor.
Ahora entiendo donde había visto antes esa mirada.
Estoy
repitiendo la historia, y como aquel magnífico toro bravo, me hallo
ahora vencido, vacío de todo futuro y esperanza, dirigiéndome lenta,
pero inexorablemente, hacia ese encuentro final.
Entonces
entiendo que aquel animal y yo, hermanos frente a lo inevitable solo
podemos reaccionar así como vivimos, de frente y arremetiendo, yendo
directamente hacia aquello que nos ha de consumir, pero con el valor y
la tremenda energía vital que hemos sabido usar.
Ahora
soy yo el que desemboco en un pequeño claro, y presiento, a mi
izquierda, el instrumento de mi final. Miro a mi ejecutor directamente a
los ojos y arremeto con toda la furia, la pasión y la energía que me
restan contra él.
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